Darío Urzay

(Bilbao, 1958)

Super Skin I y II (díptico)

1990

óleo sobre lienzo

152,6 x 305,2 cm

Nº inv. 4172

Colección BBVA España



Darío Urzay se forma en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco, iniciándose como artista hiperrealista. Serán sus viajes a Londres y Nueva York los que le lleven a evolucionar hacia una abstracción en la que siempre hay algo que evoca la realidad. Lejos de considerar el arte como una herramienta para expresar una vivencia interior, Urzay lo concibe como medio para adecuarse al mundo en el que está inmerso. En una incesante búsqueda, se interesa por todo tipo de conocimiento humano –junto a las materias humanísticas, la geografía, la biología, la química o la programación informática−, y es probablemente la conciencia de que ningún saber es definitivo lo que confiere a sus obras un equilibrio dinámico y un movimiento constante.

Su producción se agrupa en series, que desarrolla en ocasiones durante varios años, y que se sitúan a medio camino entre la fotografía y la pintura. Trabaja el óleo como si se tratase de una instantánea velada e imprecisa, en la que se puede ver algo, pero no se distingue con exactitud qué es. Tal es el caso de Super Skin I y II, perteneciente a una serie iniciada en 1989, a su llegada a Nueva York, y finalizada en 1991; en ella la pintura se desmaterializa, haciendo surgir grandes huellas dactilares, signo de identidad y referencia de lo táctil, de la propia piel pictórica. Como en las fotografías borrosas, Urzay crea un fondo difuso, desenfocado, en el que parecen levitar esas manchas de color naranja, más intensas y nítidas.

La profundidad de la piel es el objeto de representación de este díptico. En esa superficie entre ocre y marrón, Urzay logra plasmar las diferentes capas de la epidermis. Para ello recurre, como ya hicieran Tiziano (1477-1576) o Peter Paul Rubens (1577-1640), a transparencias y veladuras. El artista sintetiza ese proceso clásico mediante la superposición de capas de color diluido que ocupan todo el lienzo. De este modo, establece los tres niveles de la epidermis desmaterializados: una primera base de tono cálido, una segunda “película-piel” pictórica y, por último, unas manchas brillantes, casi acharoladas; en la mitad izquierda, esas huellas dactilares se superponen a la pintura, en la derecha, los trazos rectangulares surgen de la
subyacente.