La pintura de Zubiaurre, de marcado carácter costumbrista y de intensidad en la representación del retrato, destacó por mostrar una imagen descriptiva, una firmeza en la práctica de las siluetas y un colorismo que, aunque no dejaba indiferente, en un principio no gozó del merecido reconocimiento.

En su formación cabe destacar la importancia de pintores como Carlos de Haes (1826-1898) -con obras en Colección BBVA- o Muñoz Degrain (1840-1924), que contribuyeron a su desarrollo como artista, así como sus viajes por Italia, Francia o Países Bajos. A pesar de haber nacido en Madrid, su origen vizcaíno estuvo muy presente en la configuración de su arte y estilo, centrando su producción en la representación de temas populares y tradicionales vascos.

Los retratos de Zubiaurre son intimistas, más espirituales que físicos, y huyen de cualquier detalle puramente anecdótico que pueda entorpecer la apreciación del estado anímico y la personalidad del retratado, como es el caso de esta obra, en la que muestra a un tipo muy representativo del entramado social vasco. Se detiene especialmente en la expresión del rostro y en la actitud del personaje, ejecutando de manera magistral la mano con la que sostiene la pipa. Gracias a la depurada técnica en la ejecución de los rasgos del anciano –arrugas con contrastes de luces y sombras para dar un mayor volumen-, permite al espectador ahondar más en la personalidad del retratado.